Cómo revertir la infantilización de la pobreza

La Argentina concentra las peores condiciones de vida en los niños. Existen varias razones que explican por qué en Argentina los ingresos per cápita son menores para las personas con hijos.

Por Gala Díaz Langou y Malena Acuña

Argentina concentra las peores condiciones de vida en los niños. El 45,8% de los niños y adolescentes de hasta 14 años en grandes aglomerados urbanos vivían en situación de pobreza en el 2° semestre de 2016, porcentaje que casi duplica el 26% referido al resto de la población. Este fenómeno no es nuevo y es regional, pero los últimos datos de pobreza publicados por el Indec revelan su magnitud.

Esta situación se verifica al medir pobreza por ingresos, pero también con mediciones que van más allá de lo monetario, como las de necesidades básicas insatisfechas (NBI): en 2010, 20,5% de los niños de 0 a 14 años vivían en hogares con NBI, frente a 9,7% de los mayores a esa edad. También se observa en mediciones realizadas por fuentes alternativas al Indec, como la medición de pobreza multidimensional de Unicef, o los informes de situación social del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA.

Este fenómeno, caracterizado por niveles de pobreza más elevados en la infancia, es conocido como infantilización de la pobreza, que viene profundizándose desde 2003: la brecha creció lentamente de 1,2 a 1,5 niños de hasta 14 años pobres por cada persona pobre (Cippec en base a CEDLAS y EPH). Esto representa un gran problema, no sólo porque niños y adolescentes cuentan con el derecho a un nivel de vida digno, sino también porque este período es crucial para el desarrollo de las personas. En comparación con otras etapas, lo que ocurre en la infancia y la adolescencia tiene mayores implicancias en cómo se transita el resto de la vida. Es por ello que deberíamos asegurarles las mejores condiciones posibles. Pero estamos haciendo todo lo contrario.

Existen varias razones que explican por qué en Argentina los ingresos per cápita son menores para las personas con hijos. Por un lado, tener hijos disminuye el nivel socioeconómico de la familia (los niños consumen ingresos y, en nuestro país, son las familias las que cubren la mayor parte de ese déficit). Por otro lado, los hogares con niños suelen ser los más pobres y ello se conecta a déficits en la educación sexual, mayor aceptación de la maternidad temprana y/o menor acceso a servicios de control reproductivo, entre otros. Así, la realidad socioeconómica y los patrones reproductivos se vinculan y generan una relación circular en la que ambos se refuerzan retroalimentándose, y sus consecuencias tienden a prolongarse en el tiempo.

Revertir la infantilización de la pobreza y su profundización constituye un desafío de alta complejidad, ya que implica romper el círculo intergeneracional atacando sus causas estructurales y arraigadas. Un innegable pilar en esta estrategia se centra en garantizar que todas las familias con niños cuenten con ingresos suficientes. En este sentido, son claves las intervenciones para promover su inserción productiva y las políticas de transferencias de ingresos monetarios.

El Estado transfiere ingresos a estas familias por tres vías: subsistema contributivo (Asignaciones Familiares), subsistema no contributivo (principalmente Asignación Universal por Hijo –AUH–) y deducción del impuesto a las ganancias (se trata de una transferencia tácita). Si bien se realizaron avances de cobertura y equidad que permitieron que el Estado cumpla mejor con su rol de garante de los derechos de todo argentino, como extender la cobertura a hijos de trabajadores desocupados, en la informalidad y monotributistas, es necesario revisar e introducir algunas modificaciones al actual esquema, porque sigue teniendo aspectos en los que es fragmentado e inequitativo.

Es fragmentado porque los múltiples tipos de cobertura dependen de la condición laboral de los adultos, cuando el foco debería colocarse en los derechos de los niños y adolescentes.

Es inequitativo por varias razones. Por un lado, hay inconsistencias entre los sujetos cubiertos: el valor de las prestaciones no es igual y tampoco progresivo. Por ejemplo, quienes deducen de Ganancias pueden llegar a deducir $ 17.102 por niño al año (cuando ambos progenitores se encuentran en la última categoría del impuesto), lo cual es mayor a lo que recibe una familia por AUH ($ 1.246 por mes, $ 14.952 al año) a pesar de tener menor ingreso y mayor necesidad. Otras cuestiones que se deben corregir son las heterogeneidades en los criterios para determinar la elegibilidad para recibir prestaciones, como el menor tope de ingreso para percibir la AUH en el caso de quienes trabajan en la economía informal, o el tope de 5 niños o adolescentes por familia mientras no existe tope en las otras coberturas. A esto se suman divergencias en las corresponsabilidades exigidas, que son mayores en la AUH y 20% del cobro está condicionado a su cumplimiento (además, este porcentaje se entrega una vez al año sin actualizar por inflación, por lo que al percibirlo esa cantidad tiene un valor menor que si se hubiese cobrado en el mes que se retuvo).

Por otro lado, hay inequidad porque no todas las familias con hijos menores están cubiertas: 25,5% de los niños y adolescentes no cuenta con apoyo monetario (cifras 2011). Sigue habiendo muchos chicos no alcanzados por las intervenciones a pesar de cumplir los requisitos normativos, y preocupa que este porcentaje sea mayor en el 20% más pobre de la población y menor en el 20% más rico (19,1% contra 0,3% en 2011 y 15,7% contra 5,9% en 2015). Resulta fundamental que el Estado continúe la búsqueda activa de quienes deberían recibir la AUH y no lo hacen.

Además de corregir estos aspectos del esquema de transferencias a las familias con niños, para revertir la infantilización de la pobreza se debería avanzar en una modificación del régimen de licencias por maternidad y paternidad (ampliando mucho más la duración de la segunda y la llegada de ambas no solo a los trabajadores en relación de dependencia), y crear una licencia familiar que pueda ser usada por cualquiera de los dos padres (con incentivos a que se lo tome el padre). Además de contribuir al desarrollo infantil, una medida así en términos de licencias, sumada a la concreción del plan gubernamental de extender el acceso a ofertas de cuidado y/o educación de calidad para los niños hasta 4 años, serían un gran aporte para reducir la pobreza por ingresos de los hogares con niños. Esto se debe a que estas políticas contribuyen a colectivizar los costos de la crianza y a que, al ser políticas conciliadoras de las responsabilidades laborales y familiares, ayuda a una mayor y mejor inserción laboral de las mujeres, históricamente encargadas del cuidado, lo cual repercute en los ingresos y el bienestar de las familias.

Con respecto a otras medidas prioritarias para paliar la pobreza infantil en distintas dimensiones, es fundamental fortalecer la estrategia de salud sexual y reproductiva para que la tenencia de un hijo sea realmente una elección y logremos reducir los embarazos no intencionales.

Implementar las políticas necesarias para revertir la infantilización de la pobreza requiere una mayor inversión destinada a niños y adolescentes. No realizarla tiene costos importantes, no sólo para las familias en situación de pobreza, sino para la sociedad en su conjunto. Invertir en este grupo etario también tiene altas tasas de retorno social a futuro. Es por lo estratégico de este gasto que se debe discutir la posibilidad de crear un fondo específico destinado a financiar inversiones destinadas a los niños y adolescentes.

Garantizar los derechos de los niños e igualar las oportunidades desde el inicio de la vida requiere que dejemos de concentrar la pobreza en la infancia. Alcanzarlo es un arduo y complejo desafío, pero no por eso menos urgente. Revertir esta situación debe ser la más alta prioridad de nuestras políticas públicas.

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