Con las redes sociales, el poder está mutando: cada vez será más fácil ganarlo, pero también perderlo

En los últimos meses se publicaron aquí dos libros que marcan perspectivas antagónicas que, de un tiempo a esta parte -en especial, desde la llegada de Donald Trump al poder en Estados Unidos-, se han recargado. Naomi Klein, con Decir no no basta (Paidós) y Johan Norberg, con Grandes avances de la humanidad (El Ateneo), establecen un contrapunto ante una pregunta grande y nebulosa pero crucial: ¿cuál es el estado actual de las cosas en el mundo? Es decir, ¿estamos mejor o peor que décadas atrás? ¿Podemos esperar algo bueno del futuro o, por el contrario, el panorama se tiñe de oscuro?

Los optimistas dicen que nunca estuvimos mejor que ahora y que nada puede ser peor que el pasado. Los pesimistas, que estamos ante las últimas chances de reaccionar frente a una declinación de grandes proporciones con final incierto. Algunos de los ejes del debate son la tecnología (nos salva o nos condena), el cambio climático (el mundo está al borde del colapso o el calentamiento global no existe), el capitalismo (el capital financiero lo llevó a su límite o sigue siendo impulsor del desarrollo) y la política (¿qué está pasando con las democracias?).

Para convencerse de que estamos en el mejor de los mundos posibles, dicen los optimistas, solo hace falta echar una mirada hacia atrás y adquirir perspectiva. En su libro, Norberg se alinea con Ronald Bailey, Lasse Berg, Anders Bolling, Angus Deaton, Robert Fogel y Julian Simon, pensadores de diferentes ámbitos y nacionalidades que ven un horizonte promisorio cuando alzan la vista. Defensor del capitalismo global, Norberg dice que comparte con los citados un optimismo metodológico: “Miran el edificio entero en vez de detenerse en el ladrillo”. ¿En qué consiste eso? En servirse de estadísticas que, por ejemplo, señalan que las minorías reciben un mejor trato hoy que hace cien años; y que la discriminación y la violencia hacia determinados grupos, que existe, no serían ahora incentivadas por los gobiernos. En esa línea, aborda cuestiones como el empleo, la esperanza de vida, la higiene y la alimentación. En todos los casos, los gráficos le dan un resultado positivo con respecto al pasado. Reconoce, claro, que existen problemas económicos, políticos, sociales y medioambientales, pero, afirma, hay “muchos cerebros” que buscan soluciones.

La fuerza de los datos

Varios en el equipo de los optimistas se sirven de datos del sitio humanprogress.org para afirmar que hay menos pobres que en toda la historia de la humanidad, mayor confort y menos muertes por guerras. En Enlightment Now: the Case for Reason, Science, Humanism, and Progress (La Ilustración ahora: defensa de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso), Steven Pinker, científico cognitivo y lingüista canadiense, suscribe esos números para inyectar esperanza. Son datos, dice, que no se difunden lo suficiente: el pesimismo tiene más prestigio que el optimismo y eso inclina la balanza de las apreciaciones.

Matt Ridley, biólogo británico, autor del libro Genoma. La autobiografía de una especie en 23 capítulos, dice que es difícil pensar que el mundo esté peor ahora que en 1955. Este ensayista, que escribió además El optimismo racional, alaba las oportunidades que da el intercambio global de bienes y servicios, y asegura que en el futuro la prosperidad estará dada por una mayor especialización de las personas en el mercado de trabajo.

Tal vez todo pueda resumirse en la charla TED “Las mejores estadísticas que has visto”, que dio Hans Rosling, un médico y educador sueco que murió el año pasado. Allí Rosling señala la mitad llena del vaso con apoyo de los números. El mismo escenario que hoy despliega Norberg en su libro

En la vereda de enfrente, Naomi Klein se lamenta: “Deberíamos haberlo visto venir”. Habla de la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Y de otras cosas: megamarcas con poderío global creciente, concentración exponencial de la riqueza frente al debilitamiento de los sistemas políticos, aumento del racismo y el miedo al otro, todo en un contexto de alerta roja que es subestimado por aquellos que niegan el calentamiento global -dice Klein- empujado por el sistema capitalista.

“El reloj del clima -escribe- está a punto de dar la medianoche”. Klein es pesimista en su descripción del presente y advierte frente al futuro, pero no cierra las puertas. Cree que se puede poner un freno y provocar un cambio que nos salve de cimbronazos en ciernes en problemas relacionados con la economía, el trabajo, la seguridad, la democracia y las relaciones sociales. “El cambio climático no es más importante que cualquiera de esos otros asuntos, pero sí tiene una relación distinta con el tiempo. Si la política en materia de cambio climático va mal encaminada, y ahora mismo va muy mal encaminada, no tendremos oportunidad de intentar corregir el rumbo dentro de cuatro años”.

Klein dice que estamos a tiempo de dar el salto. ¿Qué sería eso? Reparar en los cuidadores originarios de la tierra, los pueblos indígenas, apartarnos del extractivismo, apostar por nuevos sistemas de energía, invertir en sistemas agrícolas localizados que no dejen extenuada y envenenada a la tierra.

Klein no es la única en advertir sobre las consecuencias de la revolución tecnológica, la crisis del capitalismo, el avance de la derecha, el futuro del trabajo y la crisis ecológica.

Si Norberg y otros tantos alaban la Revolución Verde porque combate el hambre del mundo, de este lado la escritora ecologista Vandana Shiva o la autora y cineasta sueca Helena Norberg-Hodge afirman que eso es posible a costa de agotar las capacidades de la tierra, apelando de forma creciente a transgénicos y produciendo efectos que luego son difíciles de revertir.

“Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”, dijo Byung-Chul Han, nacido en Seúl, un superstar de la filosofía que ha desplegado sus ideas sobre el narcisismo de la sociedad actual en La agonía del Eros, las nuevas técnicas de poder del capitalismo en Psicopolítica y los modos en que se reestructura la sociedad con la revolución digital en En el enjambre. Una mirada crítica que comparte con el bielorruso Evgeny Morozov, autor de La locura del solucionismo tecnológico y El desengaño de Internet. Los mitos de la libertad en la red, libro en el que se advierte sobre los efectos de la comunicación y las tecnologías en nuestras vidas. No se trata solo un instrumento de democratización: mal usada, puede ser un arma de control masiva.

Desde la Argentina

“A ocho minutos de nuestro futuro”. Así tituló Julia Pomares, directora de CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento), el discurso que dio durante la cena anual de la entidad, en abril. Allí identificó los cambios políticos, sociales y laborales que están transformando al mundo. “Uno es el impacto del cambio climático, que será duradero aunque se tomen acciones para mitigar el calentamiento global -enumera ahora-. Otra transformación inexorable es la llamada Cuarta Revolución Industrial, es decir, las derivaciones de la digitalización de la economía. Hoy estamos trabajando en líneas de investigación sobre el futuro del trabajo, la educación y la política. Con el impacto de las redes sociales, el poder está mutando; se volvió más complejo. Cada vez será más fácil ganarlo, pero también perderlo. Una tercera gran diferencia con el pasado es que ninguno de estos desafíos se puede resolver de forma local. En muchos aspectos, distinguir entre política interior y exterior hoy resulta obsoleto”.

Emiliano Chamorro, presidente del Instituto Baikal, que se ocupa de temas de innovación, opina que algunas de las transformaciones más importantes pasan hoy por la biología sintética (creación de microorganismos) y la inteligencia artificial.

Y ellos ¿son pesimistas u optimistas? “Desde aquí, el hecho de que los cambios sean globales puede darnos la falsa percepción de que no podemos hacer nada al respecto -dice Pomares-. Eso sería un grave error. Podemos ganar margen de maniobra si resolvemos problemas estructurales del país como la infantilización de la pobreza o la deserción escolar en la secundaria. Tenemos que anticiparnos al cambio porque, si nos demoramos en hacerlo, después será como tratar de cambiar el rumbo de un transatlántico en segundos”.

Chamorro, por su parte, aclara: “Es complejo definirse como optimista o pesimista. Soy las dos cosas a la vez. Por un lado, estamos mejor nunca en muchos parámetros, y por el otro somos colectivamente más frágiles. Es el momento de la historia con menos violencia, con más riqueza y con mejor salud y sanidad, pero estamos absolutamente interconectados y el costo económico de hacer un daño masivo a la humanidad es cada vez más bajo y está al alcance de más gente. En el futuro va a ser menos probable que en el pasado morirse de una enfermedad natural, pero mucho más probable morirse en un atentado o en una catástrofe artificial masiva. Somos más robustos individualmente, pero más frágiles colectivamente”.

En verdad, la oposición entre optimistas y pesimistas es tan vieja como el mundo. El historiador, filósofo y escritor José Emilio Burucúa cita un poema del británico John Donne: Tis all in pieces, all coherence gone [“Todo está hecho pedazos, toda la conciencia se esfumó”]. “Podría aplicarse a lo que pasa hoy -dice-. Es un sentimiento que aparece. Lo mismo que el optimismo o la esperanza. En 1517, Erasmo profetizaba que Europa iba a entrar en una era de gran felicidad y progreso debido a la ilustración de los príncipes, que habían recibido una gran educación. Pero en 1520 Lutero pateó el tablero y se armó la de san Quintín. Erasmo murió entonces pensando que Europa había entrado en un tiempo de oscuridad. En una misma vida, un hombre puede sostener las dos posiciones. Todo depende de la perspectiva”.

El autor de Excesos lectores, ascetismos iconográficos afirma que hoy la globalización se apoya en un concepto de la explotación de los recursos que es peligrosa y amenazadora: “Más capacidad destructiva no podemos tener. Sin embargo, toda invención humana tiene su fase luminosa y su fase oscura”. Por eso, prefiere no profetizar. “Los historiadores son malos profetas”, se excusa.

Prefiere, en cambio, incorporar la idea de la contingencia, de lo inesperado. Cuenta que en 1989, para el Bicentenario de la Revolución Francesa, lo invitaron a una reunión de historiadores en París. Ese año en los festejos estuvo Gorbachov. “Todos los comentaristas decían que no había que esperar un cambio importante en la Unión Soviética en los próximos quince, veinte años -recuerda Burucúa-. Era julio de 1989. En noviembre, apenas unos meses después, cayó el muro de Berlín. Para 1991 no existía más la URSS. No hay que predecir nada porque siempre está el factor de lo inesperado de la historia. Lo contingente”. La ficha que desparrama el ordenado dominó.

Fuente: La Nación

Autor


Julia Pomares

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