Un fantasma recorre el mundo. En todas las latitudes, presenciamos una fuerte caída en los nacimientos y un progresivo envejecimiento poblacional. Estos temas están cada vez más presentes en las charlas de asado, análisis de especialistas y en los medios.
El vínculo de las personas con las organizaciones está en crisis: baja la participación sindical, la asistencia escolar, la pertenencia religiosa, la interacción en espacios públicos y crecen los barrios privados. También decae, la confianza en los gobiernos, que es del 50 % en la población mundial, del 28% en América Latina y apenas llega al 17% en nuestro país. Así, formar una familia se vuelve incierto: cuando las instituciones no cuidan, y el vínculo con lo público y comunitario falla, la maternidad y la paternidad dejan de ser un proyecto deseable y se viven como un riesgo.
Pero este escenario también ofrece una ventana de oportunidad. En América Latina aún contamos con el bono demográfico: tenemos más población activa (en edad de trabajar) que dependiente (niños y personas mayores). En Argentina, esta oportunidad es mayor si consideramos que la caída en la fecundidad se dio sobre todo entre mujeres con bajo nivel educativo y adolescentes, donde predominaban los embarazos no intencionales.
La transición demográfica permite construir un nuevo contrato social que fortalezca los vínculos colectivos, a la vez que garantice las condiciones de una vida digna.
Aprovechar esta ventana de oportunidad exige voluntad política e inversión estructural en tres frentes clave.
Primero, formar una familia no debería implicar sacrificar el futuro. Las mujeres cargan con la mayor parte del trabajo de cuidado, muchas veces sin apoyo, condicionando sus trayectorias profesionales y educativas. Consolidar sistemas integrales de cuidado que aseguren tiempo (licencias de maternidad y paternidad con visión de corresponsabilidad), servicios (centros de desarrollo infantil, centros de salud y educación de calidad) y dinero (transferencias monetarias a hogares con niños) crearía las condiciones estructurales para que la parentalidad sea posible y deseable.
Segundo, la productividad es la llave del desarrollo. Necesitamos generar más empleo de calidad y mayor participación laboral. Para eso, es necesario que los sectores estratégicos generen cadenas de valor intensivas de trabajo. Además, cerrar las brechas de género: muchas mujeres quedan fuera del empleo remunerado por la sobrecarga de los cuidados. Invertir en cuidados no es solo una cuestión de equidad, sino una política económica.
Tercero, necesitamos fortalecer la solidaridad intergeneracional. Una población activa más productiva es indispensable para sostener una población que envejece. Esto requiere invertir en capital humano, infraestructura y tecnología, así como reformas estructurales que garanticen sistemas previsionales equitativos y sostenibles.
Los cambios demográficos nos muestran mucho más que los cambios en la cantidad de nacimientos. Son el espejo de nuestras fracturas sociales y pueden ser también una palanca para superarlas. Si actuamos a tiempo, podemos reconstruir un futuro común que valga la pena vivir.
*Columna publicada en El Economista