Los liderazgos ante la prueba más difícil: crear nuevas narrativas de futuro para Argentina

Una de las preguntas más recurrentes desde que ingresamos a la vida en modo pandemia es si el coronavirus va a acelerar, detener o alterar el rumbo de las tendencias geopolíticas que se desarrollaban antes de la aparición del virus, especialmente porque la pandemia coincidió con un período de profundos cambios globales. Transcurridos siete meses de pandemia, viene ganando terreno la tesis del carácter acelerador del virus: acelerador de la transformación digital y también acelerador de la desigualdad entre quienes acceden a esa transformación y quiénes no.

Pero existe un ámbito en el que aún no sabemos cómo la pandemia alterará su trayectoria: me refiero al rol de la política, a su capacidad para definir rumbos. Hasta antes de la pandemia, veníamos constatando que el poder político, como bien lo retrató Moisés Naim en El fin del poder, se volvía cada vez más poroso y escurridizo, perdía espacio frente a otros actores no estatales y por fuera de las fronteras nacionales. Pero la pandemia le dio a los líderes políticos nacionales la oportunidad  -una oferta que no pudieron rechazar- de mostrar la enorme influencia que tienen sobre nuestras vidas, desde exigirnos quedarnos en nuestras casas hasta orientar las acciones de las que dependen que sobrevivamos al virus.

Si la política venía necesitando recobrar centralidad, ahora está en el centro del ring. La política en tiempos excepcionales adquiere características muy distintas a las de la normalidad. La separación puede no ser muy tajante  más aún en países con la volatilidad económica o política de Argentina- pero sabemos que en tiempos excepcionales, sean guerras, crisis económicas o pandemias, los liderazgos adquieren un estatus distinto. Se ponen a prueba porque cumplen un rol central en otorgar estabilidad en la incertidumbre y, sobre todo, señalar el futuro. Deben mostrar que hay un horizonte, más cercano o lejano, en el que volveremos a los tiempos normales, a nuestra vida cotidiana. En esta particular coyuntura excepcional de escala global, la política tiene además el doble desafío de administrar la gestión sanitaria mientras palpita el desafío aún mayor para el mediano plazo de dar respuesta a las exigencias sociales acrecentadas por la aceleración de la desigualdad. Es la pandemia después de la pandemia, y que trajo una puja por narrativas de “un nuevo contrato social” tan en boga en muchos países hoy.

En Argentina, el desafío que tienen las dirigencias  antecede a la pandemia no solo por un problema macroeconómico sino porque Argentina –tras más de una década sin crecer y con un PBI per cápita estancado por varias décadas-necesita construir un horizonte que vaya más allá de las legítimas diferencias ideológicas y nos permita reconstruir un puente colectivo hacia un futuro mejor. Las narrativas de futuro se inscriben en los elementos de la identidad colectiva de un país. Como hilos invisibles, van cosiendo nuestro pasado y nos transportan hacia adelante, interpretando y reescribiendo el presente.

¿Con qué elementos de identidad contamos para crear esa narrativa de futuro? ¿Cómo los vamos a hilar? ¿Cómo se reinventarán en esta coyuntura y en el contexto de un mundo en acelerada transformación? Me voy a referir a tres elementos de nuestra identidad que fueron puestos en discusión durante todo 2020.

Un primer elemento central de la narrativa argentina es la utopía del progreso, encarnada por Alberdi y Sarmiento y que se consolida con la generación del 80 y la inmigración europea de fines del siglo XIX: la idea del mérito y la apuesta a la educación como capacidad transformadora.

Un segundo elemento que gravita con fuerza en nuestra identidad y está estrechamente ligado al interior es el impulso igualitario; comienza a principios del siglo XX, se consolida con el peronismo aunque lo precede: esa pulsión igualitaria tan bien retratada por nuestra sociología, por ejemplo en la historia de Mar Del PlataUn sueño de los argentinos, de Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza, y que distingue a la sociedad argentina de sus pares latinoamericanos.

Existe un tercer elemento que quisiera rescatar de la identidad de la sociedad argentina y que es de desarrollo más reciente: la idea de la convivencia democrática y el rechazo a la violencia institucional. Llevamos casi cuatro décadas de democracia ininterrumpida y ahí anida hoy una parte afianzada de una identidad compartida en las dirigencias y también en la sociedad, que nos lleva a descartar la violencia política como método de resolución de conflictos, algo que no ocurre en varios países de la región.

En el contexto de la pandemia, cuando constatamos cabizbajos que Argentina volverá a tener otro año de recesión y de crecimiento de la desigualdad y pobreza, no es casual que tengamos debates intensos sobre estas tres ideas fuerza de nuestra narrativa de país y que sean puestas en duda casi de forma simultánea. Discutimos acaloradamente sobre el valor del mérito y sobre nuestra incapacidad de poner en práctica un modelo de desarrollo económico que reúna las utopías de la movilidad y la justicia social de manera sostenible, como advirtió Pablo Gerchunoff en un escrito de estos meses. La polarización política exacerba las tensiones entre estos elementos y hasta nos hace dudar de los elementos que nos unen.

¿Cómo vamos a reinventar estos elementos de nuestra narrativa? La pandemia nos da la oportunidad de redefinirlos y también de rastrear en nuestra historia reciente para capturar nuevos elementos de la identidad, aún no incorporados en nuestra forma de contarnos, y hacerlos dialogar con un mundo muy diferente al que les dio origen. Requiere capacidad de interpretar a nuestra sociedad y también de anticipación. Ese es el titánico trabajo de la dirigencia argentina ante esta oportunidad inesperada que nos dio la pandemia.

Autor


Julia Pomares

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