El futuro del trabajo ya no es cuando era. El COVID19 ha hecho urgente al futuro

En tiempos que hoy parecen remotos -diciembre de 2019- el tema del futuro del trabajo estaba bastante instalado en la agenda pública. La aceleración del cambio tecnológico, el envejecimiento poblacional y el resquebrajamiento de las instituciones laborales tradicionales dominaban la agenda en el norte; en el sur, en tanto insistíamos en que el contexto importa: aquí la informalidad es alta, los países son relativamente jóvenes y el cambio tecnológico es más bien lento. La irrupción del Covid-19 sacudió la agenda, y vale la pena parar un segundo y preguntarse qué queda y qué sigue de aquellos debates.

La hipótesis que aquí se plantea, necesariamente preliminar, es que el futuro del trabajo ya no es lo que era. Mejor dicho, el futuro del trabajo ya no es cuando era: de referirnos a la productividad de largo plazo con un horizonte de 5 a 10 años, pasamos en tiempos de pandemia a hablar del ingreso laboral de los próximos meses. No creo estar exagerando: el sistema económico a nivel global se encuentra frente a la mayor reingeniería laboral de la historia.

Vista desde la Argentina, la cuestión se plantea desafiante por varios motivos. Hay uno básico: la sociedad había dejado de pensar en el futuro. Hace algo más de una década, el curador Rodrigo Alonso presentaba una muestra en la Fundación OSDE donde repasaba visiones de futuro a lo largo de la historia argentina y se preguntaba por qué el futuro dejó de ser parte de nuestra agenda. No solo ya no hablamos de utopías o de revolución; tampoco hablamos de progreso. Y con el futuro del trabajo no hubo una excepción: parecía que discutíamos el sexo de los ángeles. Pero ahora el Covid-19 nos colocó en un punto de inflexión, porque lo que hagamos en estos meses no solo impactará en el corto plazo; también dejará su huella abriendo (o cerrando) oportunidades laborales para los próximos meses o incluso años. El Covid-19 nos obliga entonces a volver a pensar en términos de futuro.

La tensión que la pandemia genera entre la salud y la economía es evidente si hacemos foco en una variable: la proximidad entre las personas. Esta proximidad es la que alimenta la reproducción del virus y, al mismo tiempo, está en la base de casi toda actividad económica; por eso construimos ciudades, medios de transporte público, grandes fábricas. ¿Es posible mantener las relaciones laborales en un contexto de reducción forzosa y acelerada de la proximidad debido a la urgencia sanitaria? La respuesta es no. Al menos, no para la mayoría de los trabajadores y trabajadoras.

Investigando sobre este tema, con Megan Ballesty llegamos a la conclusión de que, de los aproximadamente once millones y medio de trabajadores y trabajadores que habitan los grandes aglomerados urbanos de Argentina, prácticamente la mitad trabajan a un brazo de distancia de otros o más cerca que eso. Así, las condiciones laborales de alrededor de 5,5 millones de trabajadores deberán cambiar. Pero ¿dónde, cómo y cuándo? Todo eso tiene que ser distinto cuando se retomen las actividades. La necesidad de encarar una reingeniería laboral profunda abarca a sectores tan diversos como salud, servicios domésticos asociados al cuidado de personas y una parte importante de comercios, hoteles y restaurantes.

La “otra mitad” del mercado laboral tampoco la tiene fácil, y la adaptación a la nueva realidad será costosa. De acuerdo a nuestras estimaciones, basadas en el tipo de tareas que se realizan en cada ocupación, entre 2,5 y 3 millones de esos trabajadores podría realizar sus tareas en forma remota, operando en el espacio digital. Sin embargo, la evidencia disponible de 2019 apunta a que los que teletrabajan no llegan al millón de personas.

Las razones de este rezago son variadas, desde el desconocimiento de sus costos y beneficios en el mundo empresarial hasta el hecho de que apenas un 61% de los hogares cuenta con una computadora y un 83% tiene acceso a Internet (y apenas un 5% tiene un cuarto disponible como oficina). Ese rezago, a la vez, no se distribuye aleatoriamente en la población: en los primeros dos deciles de la distribución del ingreso (los más bajos) aproximadamente 4 de cada 10 hogares tiene computadoras, mientras que en los últimos dos (los más altos) es 9 de cada 10. Las inequidades tienen su dimensión geográfica: en la ciudad de Buenos Aires, 8 de cada 10 hogares tiene acceso a computadoras, mientras que en el Gran Tucumán, apenas 5 de cada 10.

Las limitaciones al teletrabajo van más allá y apuntan a una cuestión básica: una tecnología es creada para resolver un problema puntual en un contexto específico, y no es sencillo replicar su uso frente a problemas o usos distintos. Y la Argentina es un país que replica o adapta tecnologías. Tomemos por caso la enseñanza. Allí el potencial para el teletrabajo es alto: al menos 7 de cada 10 trabajadores del sector podría teletrabajar. Sin embargo, para que eso suceda se necesita de dispositivos digitales y una conexión a Internet en cada instancia de comunicación entre docentes y estudiantes, lo cual -como mostramos antes- no está para nada asegurado en nuestro país.

Pero además, se requiere adaptar los contenidos y las formas de enseñanza a lo que la tecnología efectivamente puede comunicar. ¿Cómo recrear, a través de clases en plataformas como Zoom, las relaciones vinculares entre los alumnos y la idea de proyectos bottom-up, tan en boga en la innovación educativa? Ese tipo de interrogantes no se limitan a la educación; son propios de todos los sectores que tienen potencial para el teletrabajo pero no han discutido debidamente tecnologías, procesos y protocolos en el pasado.

Las ocupaciones que no pueden teletrabajar pero se encuentran relativamente aislados en su puesto de trabajo en principio podrían continuar desarrollándose como en el pasado. Uno podría imaginar a personal de limpieza o a operarios de una fábrica u obra de construcción: sus tareas requieren de poca interacción cercana con otras personas en el espacio de trabajo. Sin embargo, allí también se requiere una profunda reingeniería de procesos, esta vez relacionada con el transporte: en muchos casos utilizan intensivamente el transporte público. En el caso de AMBA, por ejemplo, 1 de cada 2 trabajadores utiliza transporte público (tren, subte y/o colectivo); para los trabajadores de la administración pública, la relación es de 6 cada 10, y para el de la construcción, casi de 8 de cada 10.

En la nueva normalidad que viviremos hasta que aparezca la vacuna, las personas deberán interactuar en forma más alejada entre sí. Como vimos con los números, la reingeniería laboral requerida para lograrlo es profunda e involucra a millones de personas que deberán adaptarse al nuevo contexto. Es ese el futuro del trabajo, y no se refiere a 2025 o 2030, sino a los próximos trimestres.

Vuelvo al comienzo del texto. ¿Qué queda y qué cambia del debate sobre futuro del trabajo? El Covid-19 nos obliga a acelerar el cambio tecnológico en empresas y hogares, a repensar los esquemas de readaptación de habilidades de los trabajadores, y a discutir marcos regulatorios y de protección social para entornos laborales más flexibles que aquellos basados en contratos formales y de largo plazo (incluso los digitales). En ese sentido, poco cambió: esa es la agenda de futuro del trabajo. Lo que sí cambió es el horizonte. Como dijimos, la pandemia ha hecho urgente al futuro.

Así, el Covid-19 nos fuerza a mirar -y tratar de manufacturar- futuros posibles. Ello implica darles más espacio a las políticas de largo plazo: tecnología, educación, regulaciones. También implica buscar una mayor coordinación entre los distintos niveles de gobierno y entre las diversas agencias del gobierno nacional. Finalmente, la construcción de ese futuro debe involucrar al sector privado como socio -y principal motor- del cambio.

Todo esto representa una ruptura con el pasado, y eso es bueno. Como cantó Leonard Cohen: “Todo tiene rupturas y es por allí que entra la luz”. La ruptura está; que aparezca la luz es tarea nuestra.

Autor


Ramiro Albrieu

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