Garantizar la resiliencia del hábitat, con inversiones en infraestructura, es uno de los ejes para revertir la pobreza estructural

Los nuevos datos del Indec reafirman un escenario conocido: en la Argentina, casi tres de cada diez personas viven en situación de pobreza, lo que equivale a decir que sus ingresos no son suficientes para cubrir una canasta básica de bienes y servicios. Sin embargo, este promedio para la totalidad de la población esconde una heterogeneidad que preocupa aún más. Al analizar la población por edades, emerge que las peores condiciones de vida se concentran en los más jóvenes. Cuatro de cada diez niños y adolescentes menores de 14 años están en situación de pobreza, lo que supera ampliamente a las proporciones de los adultos.

Aunque en los últimos 15 años la pobreza se redujo en promedio respecto de sus máximos históricos luego de la crisis de 2001, las mejoras se sintieron más en los hogares sin niños que en las familias con niños o adolescentes. Si bien la pobreza bajó, su infantilización crece: la proporción de niños menores de 17 años viviendo bajo la línea de pobreza respecto de los mayores de 18 años aumentó de 1,42 a 1,92 entre 2003 y 2018, tomando los datos del primer trimestre. La pobreza también afecta más a determinadas regiones (el norte del país y el conurbano bonaerense) y a las familias en las cuales las mujeres generan el principal ingreso.

A parte de la población que actualmente se encuentra en situación de pobreza, no se le pudo garantizar una condición digna de vida ni siquiera en los períodos de crecimiento económico y generación de empleo. Estas familias que se encuentran en una situación de pobreza estructural, además de no contar con los ingresos para llegar a fin de mes, también sufren privaciones en otras dimensiones, como el acceso a servicios básicos (salud, por ejemplo) o a una vivienda digna.

La pobreza estructural compromete los derechos de las personas y también obstaculiza las posibilidades de desarrollo económico sostenible del país. Para revertir esta situación, el accionar del Estado debería seguir tres ejes.

En primer lugar, el desarrollo de capacidades humanas, como conjunto de herramientas cognitivas, motrices y emocionales con las que cuentan las personas para su desarrollo vital. Para ello, es crucial garantizar el acceso a una educación de calidad y articularla con prestaciones de salud.

En segundo lugar, garantizar la calidad y resiliencia del hábitat, a partir de inversiones en infraestructura y regulaciones. Finalmente, el acceso a un nivel de ingresos que asegure un nivel de vida digno, articulando políticas para una inserción en puestos de trabajo decente pero también garantizando los ingresos de aquellos que no logran participar plenamente del mercado laboral, especialmente las familias con niños.

La construcción de políticas en estos tres ejes debe dejar de lado la creencia ingenua de que la mejor política para reducir la pobreza es la educación y el trabajo, y reconocer los limitantes estructurales que enfrentan las personas del núcleo duro de pobreza. Este esfuerzo requiere un respaldo de toda la clase dirigente, que priorice estas políticas en la agenda pública y en su financiamiento. Solo un consenso de este tipo permitirá traducir las soluciones técnicas en respuestas integrales de política pública para erradicar la pobreza. Se trata de un imperativo moral pero también estratégico para el desarrollo del país.

Autores


Gala Díaz Langou

Directora Ejecutiva

Alejandro Biondi

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