La discusión sobre el salario básico universal: ¿de qué elefante estamos hablando?


Publicación de septiembre de 2022

Introducción 

Asegurar que todas las personas en Argentina puedan vivir en condiciones de vida digna es un objetivo proclamado reiteradas veces, pero los avances efectivos en esa dirección han sido limitados. Durante los últimos treinta años, aún en momentos de crecimiento económico elevado, la tasa de pobreza medida por ingresos nunca perforó el piso del 25% de la población. Naturalmente, en períodos de crisis como el actual, el escenario empeora y aumenta la pobreza: cerca de 4 de cada 10 personas en Argentina viven en un hogar que no tiene ingresos suficientes para cubrir una canasta básica de bienes y servicios. Más alarmante aún, cerca de la mitad de los niños y las niñas menores de 15 años se encuentra en la pobreza. 

La pobreza en Argentina está íntimamente relacionada con los cambios que sufrió el mercado laboral. Hoy, tener trabajo en nuestro país es sinónimo de no encontrarse en una situación de indigencia. Pero, hace ya varias décadas, tener trabajo dejó de ser sinónimo de no encontrarse en situación de pobreza. Esta lectura se desprende del hecho de que una parte de las personas que trabajan en Argentina viven en una situación de pobreza. Dicho de otra manera, la mayoría de las personas en situación de pobreza trabajan. Generalmente, los varones lo hacen en trabajos informales y precarios, y las mujeres, en trabajos no remunerados en los hogares o barrios (tareas domésticas, comunitarias o de cuidados). 

Cuando se explica esta situación se suele hablar de las “fallas estructurales” que tiene el mercado de trabajo. Pero eso implica que hay una estructura laboral posible de alcanzar (el pleno empleo formal) que permite la protección de todas las personas que trabajan. Todos los datos que existen para Argentina muestran que ese no fue nunca el caso y, dada la dinámica macroeconómica del país, ha sido muy difícil avanzar hacia ese objetivo, aunque sea parcialmente. Por ello, probablemente sea más constructivo que empecemos a reconocer la realidad del mercado de trabajo que vamos a tener para pensar las políticas públicas, entendiendo que aún con crecimiento económico sostenido en el mediano plazo, será muy difícil incluir a toda la población en el mercado laboral formal. Y es fundamental considerar este tema porque nuestro sistema de protección social en Argentina es primariamente corporativista. Esto quiere decir que el acceso a la protección social fue pensado en función de la participación en el mercado laboral.  s

El objetivo original era contar con pleno empleo formal y esa sería la puerta de entrada primaria a la protección social. Sin embargo, dada la prevalencia del trabajo informal y otras formas de empleo, amplios grupos de la población se han visto excluidos de la protección social contributiva, a partir de lo cual fueron surgiendo cada vez más iniciativas no contributivas que buscaron incluirlos. 

En este marco, la propuesta de formular un salario básico y universal en Argentina estuvo presente en varias discusiones del debate público y político para dar respuesta a una problemática estructural (la pobreza) en un contexto de emergencia social. Sin embargo, las definiciones e interpretaciones de lo que ello significa e implica toman diversas formas en el debate público y el imaginario de las personas. ¿A qué nos estamos refiriendo exactamente cuando hablamos de salario básico universal? ¿Cuánto costaría implementarlo? ¿Cómo dialogaría con el sistema de protección social existente? ¿Es una buena idea? ¿Es factible en términos de sostenibilidad del sistema?  La propuesta es, a continuación, reflexionar en torno a estas preguntas. 

 Definiciones y dimensiones clave para abordar un ingreso básico universal 

La  parábola de los cuatro ciegos y el elefante originada en India fue replicada en distintas tradiciones de diferentes religiones y es conocida en varios países. El relato tiene diversas versiones pero, en resumen, describe cómo cuatro ciegos tocan distintas partes de un  elefante y las describen, entrando así en desacuerdo sobre sus características. Sin embargo, las cuatro personas están en lo cierto: simplemente están describiendo una parte distinta del elefante. En la discusión pública sobre el ingreso básico universal parece suceder lo contrario: distintas personas usan los mismos términos para referirse a propuestas que son sustancialmente distintas, generando así confusiones que dificultan la posibilidad de acuerdos sobre políticas públicas. 

Antes de abordar la discusión sobre un ingreso o salario básico universal en Argentina, es recomendable considerar su definición y las dimensiones clave que distinguen a un ingreso básico de otras medidas similares. En este sentido, vale hacer la salvedad de que incluso el nombre con el cual llamar a este tipo de dotación es un elemento que integra el debate y, por ende, sobre el que no hay consenso generalizado. 

Los orígenes de las propuestas orientadas a garantizar ingresos mínimos para la población pueden rastrearse en diversos debates políticos y filosóficos.  Recién en el siglo XX empezaron a implementarse los primeros “experimentos”, entre los que pueden mencionarse el Social Bistand danés (1933), el Income Support del Reino Unido (1948), el proyecto de impuesto negativo sobre la renta elaborado por Friedman (1962), el proyecto de ingreso mínimo diseñado por James Tobin (1972) o el Alaska Permanent Fund iniciado en 1976. Si bien son antecedentes de las discusiones actuales, se trató de medidas de naturaleza muy diversa  y con diferentes grados de alcance. 

El nudo central de la discusión es siempre el mismo: garantizar a la población un ingreso mínimo. Pero las divergencias sobre cómo avanzar en esa dirección son muchas. En la agenda pública es posible encontrarse con definiciones como renta básica, ingreso ciudadano, dividendo social, etc. Lo cierto es que, independientemente de la forma en que se lo denomine, en gran medida nos estamos refiriendo a transferencias directas e incondicionadas de dinero. 

De acuerdo con Van Parijs, el ingreso básico universal puede entenderse como “un ingreso pagado por una comunidad política a todos sus miembros de forma individual, sin condiciones en base a los recursos económicos del individuo ni corresponsabilidades de trabajo”. Una definición retomada en 2016 por la Basic Income Earth Network estableció un consenso en el que el ingreso básico se definió como un pago periódico en efectivo que se entrega de forma incondicional a todas las personas, sin prueba de recursos ni requisito de trabajo. 

De acuerdo con esta definición, un ingreso básico debe contar  con  cinco características: en primer lugar debe ser individual, lo cual implica que se trata de una medida destinada a personas físicas y no a grupos, sectores ni hogares. En segundo lugar, es incondicional, por lo cual no se establece ningún tipo de requisito o contraprestación para acceder a la dotación ni para su sostenimiento en el tiempo, ya sea previa o posteriormente a la transferencia. En tercer lugar, es universal en la medida en que es brindada a todas las personas que integran la población destinataria. En cuarto lugar, se otorga de forma periódica, lo cual implica que el dinero se debe entregar en intervalos fijos y regulares. En quinto lugar, se estipula que el pago se debe realizar en dinero, para que las personas lo gasten según su propio criterio. Una sexta característica recientemente incluida  en los lineamientos de la BIEN plantea que las transferencias deben ser uniformes, es decir, que deben ser iguales entre la población. 

Si bien desde el punto de vista teórico estas características son claras, pueden dar lugar a matices y discusiones, especialmente a la hora de la  implementación. A continuación se realiza un análisis de cada una de las seis  características antes mencionadas, tomando en consideración sus definiciones y las complejidades que podrían suponer para su abordaje en Argentina: 

  • Individualidad: este tipo de programa se enfoca en transferencias individuales, a diferencia de otros que plantean transferencias a los hogares (lo que requiere información sobre su composición no siempre disponible). Por supuesto, aun así  surgen dudas con respecto a algunos casos, como son los y las menores de edad. 
  • Incondicionalidad: supone eliminar todo tipo de condiciones de acceso o contraprestaciones durante el tiempo que se reciba la transferencia, desde una perspectiva similar a la del derecho. Si bien este aspecto resulta sencillo de comprender en términos conceptuales, puede entrar en conflicto con criterios de implementación. Por ejemplo, a menos que se avance en una implementación simultánea para toda la población, es necesario establecer prioridades y criterios progresivos para expandir la cobertura. Sin embargo, esto supondría establecer clasificaciones y criterios de acceso, lo cual equivale a establecer condiciones de acceso (al menos inicialmente). En ese caso, ¿sobre qué bases o condiciones sería mejor fijar esos criterios? 
  • Universalidad: el acceso universal (es decir, a toda la población residente en la unidad de administración política donde se aplica) es un requisito central de una política de ingreso básico universal. Existen programas que buscan cubrir a grupos específicos de una población, con criterios que pueden ser por edad, género, relación con el mercado laboral u otras características, pero por definición en esos casos no se trata de un programa universal, sino de una transferencia focalizada. 
  • Periodicidad: para que una transferencia pueda ser considerada como un programa de ingreso universal, es crítico que  se repita con regularidad, es decir, que se enmarque en un programa permanente y no se conciba como un pago por única vez. Por otro lado, la frecuencia puede ser relevante para el impacto del programa. Si bien en la mayoría de los experimentos de ingreso básico las transferencias se realizan de forma mensual, también se han implementado transferencias más acotadas, como, por ejemplo, para el consumo de alimentos. En este sentido, la transferencia puede ser semanal, mensual o inclusive en períodos de tiempo mayores (como semestral o anual), en caso de que se quisiera otorgar montos más elevados que promuevan la inversión de mayor capital entre la población. 
  • Monto en efectivo: que la transferencia sea en efectivo supone que se habilite –a través de un medio que puede ser bancario o digital, por ejemplo– el acceso directo y libre al dinero asignado, para que las personas que lo reciban puedan gastarlo a su criterio, y que no se trate de transferencias en especie o con asignación específica.  
  • Uniformidad: este criterio  resulta complejo de resolver debido a que su lectura no es inequívoca. ¿Los montos de las transferencias deberían ser iguales para todas las personas? ¿O tiene más sentido establecer cortes poblaciones y, en función de ellos, otorgar montos diferentes? Si bien la definición del ingreso básico se corresponde con el primer caso, es relevante preguntarse por este aspecto y evaluar alternativas que promuevan la equidad. 

En función de lo antes mencionado, resulta evidente que implementar políticas que cumplan de forma taxativa con las características antes mencionadas del ingreso básico universal presenta diversas complejidades políticas, institucionales y fiscales. Es decir, su implementación implica diversos desafíos que van desde acuerdos políticos amplios a la mejora de las capacidades estatales y la definición de criterios claros de financiamiento.  

A su vez, aún no hay  evidencia suficiente respecto a los posibles efectos que las políticas de ingreso básico universal pueden tener en distintas dimensiones del comportamiento individual y la dinámica colectiva. Es por esto que si bien existen diversos experimentos acotados a nivel global, ningún país ha implementado un esquema de ingreso básico universal que cumpla estrictamente con todas las condiciones mencionadas. En lugar de un abordaje universal, lo que sí se ha hecho es expandir los sistemas de protección social mediante programas de transferencias monetarias para distintos sectores de la población. 

La pizarra no está en blanco: ¿cómo dialoga el ingreso o el salario básico con el sistema de protección social que ya tenemos? 

Tal como anticipamos previamente, en el debate público es habitual escuchar que se usen de forma intercambiable los conceptos de “ingreso básico” y “salario básico”. Sin embargo, no significan lo mismo. La noción de salario supone la existencia de una relación de trabajo, en la cual una parte obtiene un ingreso a cambio de realizar una tarea, mientras que la definición de ingreso básico no supone ninguna contraprestación laboral. Por lo tanto, si se opta por implementar una medida de salario básico universal, es necesario definir qué se entiende por trabajo –ya que la idea del salario supone y reivindica su existencia– y de qué manera dialoga con el sistema de protección social argentino. Por esta razón, esta nota toma como referencia las dimensiones propias del ingreso básico universal.  

Tanto Norton, Conway & Foster como Díaz Langou, della Paolera & Echandi sostienen que los sistemas de protección social varían entre sociedades y dentro de las sociedades a lo largo del tiempo, a medida que surgen nuevas demandas o necesidades. Por ello, una discusión sobre la posible introducción de una política de ingreso universal debe considerar la interacción de esta iniciativa con otras políticas o programas ya existentes. En 2002 los autores Filgueira & Filgueira caracterizaron al sistema de protección social argentino como un esquema de “universalismo estratificado”. Esta idea plantea que las prestaciones, sus condiciones de acceso y la cobertura están fuertemente estratificados, debido a que una parte considerable del sistema de protección social está ligado al empleo formal. Sin embargo, distintas reformas introducidas en las últimas décadas avanzaron hacia la inclusión de trabajadores y trabajadoras informales y sus familias. 

Históricamente, la política de protección social argentina aspiró a un modelo de cobertura universal, asumiendo que al proteger a asalariados y asalariadas (y, eventualmente, independientes) se estaría protegiendo a toda la población. Así, el principal instrumento de estas políticas ha sido siempre el sistema previsional, que asegura ingresos en edades mayores a quienes participaron del mercado laboral formal, junto a la complementación de  otros instrumentos, tales como las asignaciones familiares (que se originan en los años 30 y consolidan a finales de los 50) o el seguro de desempleo. Si bien los programas y acciones de protección a la población no formal –es decir, que no integra un régimen contributivo– existen desde finales del siglo XIX, estos se asemejaron más a políticas de beneficencia que a los de transferencias hasta hace relativamente poco tiempo. Recién con las respuestas a los impactos de la crisis de 2001 se inició una tendencia sólida a expandir la protección a los sectores informales, a través del Plan Jefes y Jefas de Hogar y sus sucesivas reconversiones, las moratorias previsionales, la Asignación Universal por Hijo y la Pensión Universal para el Adulto Mayor. 

Estas iniciativas permitieron avanzar rápidamente hacia un modelo de transferencias monetarias con cobertura casi universal entre niños, niñas y adolescentes,  además de la población mayor, aunque en ambos casos con fragmentaciones marcadas en cuanto al acceso a los beneficios y su nivel.  

Con respecto a la población de jóvenes y adultos/as en edad activa, la protección social ha sido menos efectiva. Por un lado, existen políticas de apoyo económico orientadas a promover la continuación y finalización de estudios por parte de jóvenes en hogares con ingresos bajos (por ejemplo, el Plan Progresar del Ministerio de Educación). Por el otro, existen políticas de empleo orientadas a personas desocupadas y/o trabajadores/as en situación precaria. En esta línea, el sistema contributivo tradicional cuenta con un seguro de desempleo, pero por los requisitos para acceder al mismo su cobertura (tales como estar inscripto en el Sistema Único de Registro Laboral o en el Instituto Nacional de Previsión Social o haber aportado al Fondo Nacional de Empleo) ha sido siempre baja.  

Respecto a otras políticas de empleo orientadas a personas que trabajan en el sector informal y/o se encuentran desocupadas, los programas en Argentina tendieron a vincular el apoyo económico con  la corresponsabilidad de actividades, sea a través de la participación en capacitaciones o contraprestaciones de tipo laboral (es decir, la exigencia de realizar alguna actividad laboral a cambio). Su gestión es llevada a cabo, principalmente a nivel nacional, por los Ministerios de Trabajo (en conjunto con las Oficinas de Empleo Municipales) y Desarrollo Social. Estos programas no tienen un sistema de información integrado, a la vez que están constituidos por  prestaciones y condiciones muy variadas. Actualmente, el Programa con mayor cobertura es el Potenciar Trabajo, que alcanza a más de 1.2 millones de personas.  

A continuación, el cuadro  menciona algunas de las principales políticas de transferencias nacionales y sus titulares en base a información disponible,  según la etapa dentro del ciclo de vida y las prestaciones brindadas en función de la pertenencia al subsistema contributivo (empleo formal) o subsistema no contributivo (empleo no registrado).  

 

 

Teniendo en cuenta la existencia de diversos programas de transferencias en distintos momentos del ciclo de vida es esencial  preguntarse: ¿existen déficits de cobertura? Si los hay, ¿es más eficiente ampliar/mejorar los programas ya existentes o generar uno nuevo? 

Gasto y financiamiento 

Más allá de los beneficios que implican las políticas de transferencias para las condiciones de vida de las personas, a la hora de plantear la introducción de nuevos programas de amplio alcance se debe considerar el gasto que suponen y cómo financiarlo. Las estimaciones de gastos son simples si se considera una política de ingresos sin contraprestaciones. Si la propuesta de estas políticas es acompañada además por requisitos de capacitaciones o actividades productivas, los costos organizativos, de infraestructura y de recursos humanos por parte del Estado serán mayores, y por lo tanto la estimación es más compleja de realizar. 

A finales de 2021, en Argentina, vivían aproximadamente 46.5 millones de personas. Un ingreso básico universal que cubra a toda la población, con un haber equivalente a la canasta básica de alimentos (de $10.667 a esa fecha), costaría en torno al 13% del PIB y que, a modo de referencia, es el equivalente a la mitad de todo el gasto del gobierno nacional por cualquier concepto. De plantearse como un esquema complementario a los programas actuales (es decir, destinado a la población en edad laboral activa que no recibe otras prestaciones ni tiene empleo formal), es posible estimar una población destinataria cercana a los 12.5 millones. Este costo estaría en torno al 3,5% del PIB, que es lo que gastan todos los municipios del país por cualquier concepto. En tercer lugar, si el número se redujese al de destinatarios y destinatarias que recibieron el IFE en 2020 (9.1 millones), el costo alcanzaría el 2,5% del PIB, que equivale al gasto del gobierno nacional en salud (incluyendo al PAMI) y educación. 

Estos cálculos suponen que las condiciones del mercado de trabajo, incluyendo tasas de actividad, desocupación e informalidad, se mantendrían estables, sin cambios por efectos de la macroeconomía o del comportamiento de los individuos en respuesta a estas prestaciones.  

Para tomar dimensión de la magnitud de estos montos, puede ser útil observar el peso de aquellos programas que ya existen: durante 2021 se destinó un 1,7% del PIB a beneficios de AUH, Asignaciones Familiares por Hijo y Tarjeta Alimentar y 0,6% del PIB a programas vinculados al mercado de trabajo, como Potenciar Trabajo o el seguro de desempleo. Por otro lado, también resulta ilustrativo considerar que para el mismo período (2021) el gasto total nacional en educación y cultura fue del 1,26% del PBI y en salud (considerando inclusive el aumento del gasto público en materia sanitaria debido a la pandemia) fue del 1,30% del PBI. 

Por último, cabe subrayar que los programas sociales –así como otras líneas de acción que corresponden al Estado, como son la administración pública, la prestación de servicios públicos o la seguridad– se financian a través del presupuesto general, que proviene de los recursos de rentas generales. En este sentido, a los fines de que el financiamiento de una medida de estas características sea factible y sostenible, es necesario tener en cuenta al menos dos aspectos: por un lado, definiciones claras en cuanto al universo y las características de las prestaciones, y, por el otro, el potencial impacto de su implementación en el mercado de trabajo y la economía en el mediano y largo plazo. 

 

Conclusión: ¿hacia un sistema integrado de protección social? 

La confusión terminológica en torno al salario básico universal no contribuye a tener miradas claras sobre cómo resolver el problema de fondo. En la Argentina del 2022 hay una parte de la población que trabaja y vive en una situación de pobreza con niveles de desprotección ostensibles. Sin embargo, es posible aprovechar la oportunidad que presenta esta discusión para encarar  el debate de una manera más constructiva. Y para llegar a ciertas  resoluciones, deberíamos empezar por plantear algunas preguntas relevantes: 

¿Estamos de acuerdo en que necesitamos resolver el problema de la pobreza? ¿Coincidimos en que tenemos que encontrar mecanismos de protección nuevos? ¿Estamos en condiciones de reconocer que el pleno empleo formal es un objetivo, pero la probabilidad de alcanzarlo en el corto o mediano plazo es muy baja?  

Si logramos acuerdos básicos al momento de responder estas preguntas de primer orden, vamos a encontrarnos con un conjunto de preguntas más operativas: ¿cómo podemos hacer más efectivo el uso de recursos destinados a erradicar la pobreza? ¿Podemos encontrar una forma de mejorar la protección social sin generar aún más desequilibrios macroeconómicos? ¿A través de qué instrumentos? ¿Cómo podemos ir construyendo un mercado laboral que, aunque no resuelva completamente el problema de la informalidad, avance en reducirla, como ha sido el caso de la mayoría de los países de la región en las últimas décadas? ¿Cómo podemos garantizar la inclusión de las personas que quedan fuera en el mientras tanto? ¿Cómo se coordinan este tipo de políticas nuevas con las ya existentes?   

Hoy, pareciera haber un consenso en que el ingreso básico universal podría representar un gran avance para asegurar pisos de protección social que incluyan a aquellos que no logran insertarse en la economía formal. Pero también queda claro que, dado el contexto de inestabilidad macroeconómica en que se encuentra el país, una medida de estas características para toda la población no es una opción fiscalmente viable en el corto o mediano plazo. Por un lado las transferencias representarían un costo muy elevado, pero además seguiría siendo necesario dedicar recursos a proveer servicios que no están directamente vinculados a la disponibilidad de fondos por parte de los individuos o las familias, como aquellos vinculados al hábitat (vivienda, servicios urbanos, transporte de calidad), capital humano (educación formal, capacitación de población adulta) y otros. 

Sin embargo, el debate sobre el ingreso básico ofrece una oportunidad para repensar el sistema de protección social y promover una cobertura más efectiva, con mayor integración, tanto en términos de las prestaciones como de su administración institucional y más eficacia en la identificación e inclusión de los grupos más vulnerables que permitiría proteger. Sin dudas, la integralidad de las políticas de protección social es un desafío enorme, de gestión institucional, de calidad de la información y de evaluación, entre otros. Si queremos mejorar la calidad de las políticas de protección social y simplificar el acceso a la población que las necesita, es un paso que debemos dar. Por ejemplo, una mayor integralidad permitiría funcionar con esquemas más sencillos de “ventana única”, a través de los cuales las personas puedan consultar y recibir asesoramiento sobre los programas a disposición, como la AUH o un potencial ingreso básico, pero también programas de promoción del empleo o de capacitación profesional. 

Parte de este desafío es el que actualmente estamos encarando desde CIPPEC a través de Democracia 40, una iniciativa participativa, intergeneracional, federal y multiactoral que apunta a contribuir a tener una Argentina más desarrollada, sostenible e inclusiva para los próximos 40 años de democracia. En la parábola del elefante, los ciegos conocían parcialmente la realidad y se enfrascaban en un debate sin salida en el que todos tenían, en parte, algo de razón. Para abordar el debate público del ingreso básico universal debemos construir en conjunto los acuerdos básicos sobre cómo mejorar la protección social en Argentina y la relevancia de sumar o no políticas nuevas. En realidad, el elefante que hay que discutir no es completamente desconocido: es nuestro sistema de protección social. 

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