Que el bono demográfico sea bono y no deuda

Hoy, Argentina -al igual que muchos otros países de la región- se encuentra en una fase intermedia del proceso demográfico conocida como “bono demográfico”. Esta fase se caracteriza por una baja tasa de dependencia: hay proporcionalmente más personas en edad activa que en edades dependientes (niños/as y adultos mayores). Concretamente, mientras la población total del país aumentó 17% entre 2001 y 2015, el grupo de 0 a 4 años creció apenas 5%.

Son buenas noticias: las condiciones de vida mejoraron y hay un incremento en el control reproductivo de las mujeres. Sin embargo, el fin del bono demográfico traerá consigo una serie de desafíos.  Esto se debe a que dentro de 25 años, Argentina será una sociedad envejecida y las tasas de dependencia serán altas. En otras palabras, habrá una mayor proporción de adultos mayores por el aumento de la longevidad y una baja tasa de fecundidad. El impacto de esta situación (en términos de la carga al Sistema Previsional, pero también producto de la menor participación laboral) es enorme.

¿En qué situación estará Argentina llegado el momento de afrontar esa tercera etapa de la transición demográfica? Depende de si y cómo se logra aprovechar el bono demográfico. Para ello, los esfuerzos del Estado deben centrarse en tres objetivos: alcanzar una tasa de fecundidad en torno al nivel de reemplazo y convergente entre sectores socio-económicos; lograr altas tasas de empleo femenino en todos los estratos sociales; y reducir la pobreza infantil, priorizando a los niños como la categoría de población a proteger (Filgueira, 2011; Filgueira, 2015).

En la Argentina de 2018, 25 años antes de la llegada del fin del bono demográfico, una de cada cuatro personas vive en situación de pobreza. Pero esa proporción crece a 40% si se trata de niños, niñas o adolescentes. Hoy en día, formar una familia aumenta las probabilidades de caer bajo la línea de pobreza y la decisión de tener hijos se gestiona según las posibilidades y redes que tenga cada familia.

La tensión que enfrentan hoy las familias para conciliar la reproducción –tener o no hijos- con el trabajo productivo –disponer de los recursos para vivir- recae predominantemente sobre hombros femeninos. La incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral y los cambios en la composición de los hogares no fueron acompañados por transformaciones significativas en la participación de los varones en las tareas domésticas y de cuidado: por día, las mujeres dedican casi el doble de horas (6,4) que los varones (3,4) a estas tareas. Esto afecta la participación laboral de las mujeres y también limita las posibilidades para el desarrollo infantil.

Para superar el desafío del fin del bono demográfico existen tres estrategias que dependen de incrementar el rol del Estado en las tareas de cuidado para liberar parte del peso que llevan las familias.

La primera estrategia se centra expandir los espacios de crianza, enseñanza y cuidado (CEC) en tanto solo tres de cada diez niños/as asiste a algún tipo de espacio para la primera infancia.  Además, el acceso es regresivo socio-económicamente y geográficamente: las familias de mayores recursos tienen acceso privilegiado a estos espacios que pueden contribuir al desarrollo infantil y a mejorar la participación laboral de las mujeres.

La segunda estrategia consiste en brindar más tiempo a las familias para que puedan cuidar.  Esto implica repensar el régimen de licencias por maternidad, paternidad y familiares. Solamente la mitad de los/as trabajadores que son padres o madres acceden a algún tipo de licencia. Los que pueden tomarse licencia, lo hacen en el marco de un régimen que reproduce la asignación cultural de roles por género (con una licencia por maternidad mucho más larga que la de paternidad), que fue pensado con un esquema de familia nuclear –madre, padre e hijo/a- que hoy es minoritario y no contempla casos de adopción.

La tercera estrategia reside en apoyar a las familias monetariamente para que todas aquellas que lo deseen puedan mercantilizar el cuidado, mediante la contratación de servicios o personas que puedan suplir estos roles. Tres de cada cuatro familias en Argentina recibe algún tipo de transferencia por parte del Estado a través de tres canales: las Asignaciones Familiares contributivas (para los hijos/as de trabajadores formales hasta determinado nivel de ingresos), la Asignación Universal por Hijo / AUH (para los hijos/as de trabajadores informales o desempleados) y, una transferencia tácita, a través de la deducción del impuesto a las ganancias (para los trabajadores formales de mayores ingresos). Este esquema es, por una parte, regresivo en tanto cubre más a las familias del 20% más rico que del 20% más pobre. Por otra parte es inequitativo en la medida que una familia que deduce ganancias puede recibir un monto mucho mayor que quien cobra AUH con menos requisitos.

Estas tres estrategias resultan de la convergencia de dos agendas que son clave para el desarrollo del país: la priorización de la primera infancia y la equidad de género.  El 2018 presenta una ventana de oportunidad clave, tanto en lo internacional como en lo doméstico, para avanzar con esta agenda que se centra en contribuir al goce de los derechos de las mujeres y los niños/as. Si bien la expansión de los espacios CEC, la ampliación de las licencias y de las transferencias pueden parecer propuestas costosas y complejas, son de las mejores inversiones que el país puede realizar para garantizar una mayor equidad. Se trata, en última instancia, de una de las principales estrategias que contribuyen a garantizar un mejor futuro para el país.

El trecho del dicho al hecho

Sabemos que las políticas públicas raramente se ejecutan tal como fueron ideadas, pero no siempre sabemos por qué ni cuáles son los cambios que logramos concretamente. Esta incertidumbre puede deberse a errores de diagnóstico o de los supuestos en los que se basan las políticas. También puede deberse a deficiencias en su ejecución o a situaciones imprevistas producidas por el complejo contexto en el cual se desarrollan. La multiplicidad de actores que intervienen para su implementación y los cambiantes escenarios económicos, sociales y políticos introducen factores que las afectan y son difíciles de controlar.

Entender cómo funcionan y qué resultados tienen las políticas públicas depende de que existan sistemas de monitoreo y evaluación de programas y políticas dentro de la administración pública. Estos sistemas generan y difunden conocimiento sistematizado sobre las características de las intervenciones, sus condiciones de implementación, sus resultados y posibles impactos. De esta manera, retroalimentan el proceso de diseño de políticas, mejoran los niveles de transparencia y responsabilidad de los funcionarios públicos y logran una mayor efectividad y rendición de cuentas de la acción estatal.

En Argentina no tenemos una política que ordene la función de monitoreo y evaluación de las acciones del Estado nacional. Las leyes que existen se enfocan en el control del gasto y no definen mandatos ni lineamientos para el monitoreo y evaluación de los resultados de desarrollo que se logran. Desde inicios de 2018, el decreto 292/2018 asigna el monitoreo y evaluación de las políticas sociales a Consejo Nacional de Coordinación de las Políticas Sociales (CNCPS) a través del Sistema de Evaluación y Monitoreo de Programas Sociales (SIEMPRO). El actual proceso de reglamentación de sus funciones es una oportunidad para empoderar una agencia rectora que puede conducir la evaluación de la política social.

A nivel sectorial, las capacidades institucionales para diseñar, planificar, implementar, monitorear y evaluar políticas difieren entre ministerios y agencias de gobierno. En la mayoría de los casos, las políticas públicas producen escasa información para medir su impacto social, los datos no están sistematizados por el nivel central y su producción depende de la voluntad de los líderes políticos o técnicos. Las estrategias de monitoreo y evaluación desarrolladas son por lo general experiencias aisladas que no cuentan con un marco integral que las articule como partes de un sistema coherente y que les otorgue sentido estratégico. Además, la evaluación aparece escasamente vinculada con el proceso de planificación, lugar natural para pensarla y ponerla en marcha.

En definitiva, el Estado argentino no ha avanzado de forma sustancial en la producción, gestión y difusión de información de calidad sobre las políticas públicas que implementa, tanto para la gestión interna como para la rendición de cuentas. En este contexto, es clave fortalecer institucionalidad de la función de monitoreo y evaluación de políticas públicas. Esto requiere un trabajo desafiante en términos de consensos políticos y desarrollo de capacidades sobre diversos aspectos.

En primer lugar, es necesario desarrollar normativas orientadas a la planificación de calidad de las políticas prioritarias en todos los sectores que definan estándares y lineamientos comunes para su diseño. Las políticas pueden ser evaluadas más fácilmente en la medida en que cuentan con planificación de objetivos, indicadores, sistemas de registro e información, estrategias de evaluación de calidad y un presupuesto suficiente para gestionar el monitoreo y la evaluación.

En segundo lugar, se requiere un plan anual de evaluación (como el establecido por el decreto 292/2018) que defina las políticas estratégicas a ser evaluadas y asigne recursos suficientes para su correcta implementación. Dado que la evaluación y el monitoreo de las políticas tiene costos en términos de tiempo y recursos económicos y que no es posible evaluar toda las políticas, es necesario establecer criterios claros y transparentes para identificar cuáles políticas son prioritarias al momento de conocer su impacto. El decreto focaliza el Plan de Monitoreo y Evaluación en las políticas prioritarias que conduce el Gabinete de Desarrollo Humano.

Un tercer aspecto a trabajar es la creación y/o fortalecimiento de áreas centrales y sectoriales de monitoreo y evaluación con capacidad de establecer lineamientos generales y diseñar e implementar evaluaciones. La ausencia de unidades rectoras deja a la voluntad de decisores y gestores el necesario seguimiento de la acción estatal.

Por otra parte, es necesario fortalecer y legitimar los sistemas que proveen de manera sistemática información actualizada y fácilmente disponible sobre la acción estatal. Si bien en los últimos años ha habido iniciativas para mejorar el acceso y difusión de la información pública (como por ejemplo el Plan de Gobierno Abierto), la información sobre la acción estatal no siempre es de fácil acceso y la vinculación de los datos abiertos con la efectividad de planes y programas no es evidente.

Finalmente, institucionalizar la evaluación y monitoreo de las políticas públicas exige promover el uso intensivo de la evidencia recolectada tanto por los ciudadanos como hacia el interior de la gestión. Fortalecer la demanda de datos públicos sobre resultados de parte de actores no gubernamentales es tan importante como mejorar la oferta de evaluación y evidencia sobre lo que funciona y lo que no de la gestión estatal.

Para avanzar en esta agenda de trabajo, desde CIPPEC dirigimos nuestros esfuerzos en tres niveles distintos.

A nivel global, contribuimos a la agenda de medición de los compromisos internacionales como los Objetivos de Desarrollo Sostenible (en el marco del EvalPartners) y a la generación de información local en el marco de la iniciativa global para medir la satisfacción de necesidades sociales y medioambientales, el Imperativo de Progreso Social.

A nivel nacional, llevamos a cabo distintas acciones para fortalecer las capacidades de diagnóstico, aprendizaje y adaptación por parte del Estado. Entre otras, acompañamos al Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales en su rol de análisis de los resultados de la política social en conjunto con el Sistema Integrado de Evaluación y Monitoreo de Programas; revisamos la evaluabilidad de planes y programas para identificar cuáles están en mejores condiciones de producir información de calidad; y realizamos evaluaciones de impacto de programas con la Secretaría de Evaluación del Ministerio de Educación de la Nación. Por otra parte, damos seguimiento a las instituciones de rendición de cuentas que usan y presentan la información que produce el Estado, como el Informe sobre el estado de la Nación y el Informe de Gestión mensual del Jefe de Gabinete de Ministros al Congreso Nacional. Agregado a todo esto, participamos activamente en la Red Argentina de Evaluación como espacio imprescindible para la consolidación de una cultura de evaluación a nivel nacional.

A nivel sub-nacional, contribuimos a la identificación de metas de gestión como el Plan de Metas del Ministerio de Gobierno de San Juan, mejoramos los sistemas de monitoreo y evaluación de la gestión como el que desarrolló la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Provincia de Buenos Aires, desarrollamos el monitoreo y la evaluación de políticas públicas prioritarias como el Plan del Norte y contribuimos a mejorar el uso de los sistemas de información como el del el Plan ABRE en la Provincia de Santa Fe. A nivel municipal, evaluamos políticas públicas locales como el Programa de Acompañamiento Familiar “1000 Días” (San Miguel) y acompañamos la creación de instituciones de evaluación como el Programa “Rafaela Evalua” (Rafaela).

Estos esfuerzos parten de la noción de que el monitoreo y evaluación de políticas es una función estratégica para construir un Estado más inteligente, analítico, con más y mejores capacidades de gestión. En otras palabras, un Estado que tenga la capacidad de tomar decisiones a partir de aprendizajes organizacionales previos, datos rigurosos sobre los problemas sociales y el alcance y calidad de las políticas, y evidencia sobre lo que da resultado en términos de intervenciones de política. Ello sin olvidar que, en un contexto democrático, la intervención sobre problemas sociales complejos requiere no sólo de datos y evidencia sino también de procesos de interlocución, negociación y consenso con los actores políticos y sociales involucrados.

Un límite a la plasticidad

La política es plasticidad. Para poner de acuerdo a gente que representa intereses y tiene ambiciones contrapuestas hay que ser flexible, poder cambiar de forma. Además, la era de las instituciones plásticas es también la de la convivencia partidaria más o menos pacífica y coincide con el período de continuidad electoral más largo de nuestra historia. Cambiar reglas seguido no es un vicio pernicioso, es una respuesta que la dirigencia política argentina elige para sobrevivir. Pero no es la única forma de sobrevivir y tiene costos.

Una consecuencia negativa de las instituciones plásticas es la representación opaca. Los partidos políticos compiten bajo distintos nombres en cada provincia, cambian de nombre de una elección a otra, apoyan a la misma candidata a gobernadora mientras llevan la boleta de distintos candidatos a presidente.  Los dirigentes que en un momento comparten una lista, después de las elecciones pueden sumarse a bloques distintos y en la elección siguiente jugar en bandos contrarios.

La democracia sin rendición de cuentas funciona mal. Para poder recompensar o castigar con el voto la acción de gobierno hace falta saber quién es quién. En un sistema político de reglas líquidas los únicos personajes reconocibles son los titulares de los ejecutivos: intendentas, gobernadores, presidentes. Las acciones del resto son parte de una imagen borrosa que es muy difícil interpretar.

Otra consecuencia negativa de la política de la plasticidad institucional es la atomización de los partidos y los bloques legislativos. Con horizontes temporales cortos, sumarse a una organización grande hoy es mal negocio cuando puede ser necesario de cambiar de rumbo mañana. Entonces, en lugar de ser un juego de grandes bloques, el Congreso nacional y varias legislaturas provinciales funcionan como una colección de interbloques, reuniones de pequeños grupos de legisladoras y legisladores, varios de los cuales tienen un solo miembro. La unidad de los interbloques es frágil y, como no cuenta con una bandera partidaria bajo la que todos compiten para renovar sus cargos, cuesta mucho sostenerla. Las coaliciones hechas con muchos fragmentos pequeños son muy difíciles de armar y se quiebran con facilidad. Un mundo de política plástica puede ser más sencillo para ganar elecciones pero es mucho más difícil para gobernar.

Puede pensarse que las reglas y las estrategias electorales cambian porque cambian las demandas de los votantes. Mucha gente cree que un sistema con reglas y organizaciones fluidas es lo más adecuado para un electorado con emociones políticas tibias, atención limitada e ideas difusas. Es cierto que la mayoría de los votantes tiene un vínculo tenue con el funcionamiento diario de la política. También es cierto que las nuevas tecnologías de información y comunicación están cambiando los modos en que pensamos y hablamos y han vuelto obsoletas a muchas formas de organización y movilización. Pero las identidades y las sensibilidades nuevas conviven con las demandas permanentes de orden, bienestar y libertad: los resultados de las políticas nunca nos van a dejar de importar. El problema de formar mayorías de gobierno y burocracias eficaces es ineludible y la solución no es tecnológica: es política.

La política de la plasticidad institucional es un estilo, un modo de proceder. Para cambiarlo o para remediar los problemas que produce este modo de hacer las cosas no bastan una o dos reformas. Pero cada reforma puede mitigar estos problemas o contribuir a reproducirlos. Por ejemplo, la adopción de las PASO simplificó la oferta de candidaturas en las elecciones presidenciales y colaboró parcialmente a ordenar la competencia dentro de algunos partidos. El reemplazo de las boletas partidarias por boletas únicas o por un sistema electrónico de votación ofreció condiciones más ecuánimes de competencia a todos los partidos y, en algunos casos, ayudó a ordenar la información electoral en los cuartos oscuros.

Eliminar la posibilidad de presentar listas colectoras en las elecciones tanto nacionales como provinciales, tener boletas con los mismos partidos independientemente del cargo que esté en juego, adoptar calendarios electorales previsibles, regular el financiamiento de las campañas electorales provinciales que todavía no tienen regulación y adoptar reglamentos en el Congreso y las legislaturas provinciales que hagan menos atractiva la formación de bloques chicos, son medidas que ayudarían a ir desarrollando otro estilo de decisión, menos plástico, más rígido para guiar estrategias electorales, más claro para los votantes, más útil para gobernar.

Directivos públicos del presente para el futuro

Los esfuerzos de innovación en la gestión pública deben enfocarse en reactivar y potenciar el papel de los gobiernos y las administraciones públicas en los nuevos escenarios que impone el siglo XXI, especialmente en relación a las tecnologías de la información y la comunicación.

En el año 2000, solo el 5% de la población mundial era usuaria de internet. Quince años después, esa cifra creció hasta llegar al orden del 55% y las subscripciones a telefonía móvil alcanzaron cifras similares a las de la población mundial: llegaron a 6,8 mil millones (International Telecommunication Union, 2015). Las nuevas formas de interacción entre los ciudadanos, usuarios y consumidores con las administraciones de los diferentes niveles de gobierno están atravesadas por estos cambios y se transformaron en este contexto.

Incorporar el uso de las TIC en forma sistemática dentro de las administraciones públicas permite multiplicar los canales de contacto disponibles con la ciudadanía. De esta forma las organizaciones estatales se aproximan un poco más a los modelos de gobierno electrónico y gobierno abierto que buscan facilitar el acceso a la información y ofrecer a los ciudadanos formas innovadoras de participar. Algunos gobiernos de la región –incluyendo Argentina-, están incorporando el uso de medios electrónicos y digitales para proveer bienes y servicios en línea. Esto incluye el pago de impuestos, la obtención de turnos (para renovar una licencia, asistir a un hospital), la obtención de habilitaciones comerciales, la reducción en tiempos de espera, entre otros.

Lejos de ser un proceso simple y homogéneo, adoptar nuevas tecnologías de gestión en las burocracias estatales comprende a una multiplicidad de variables que exceden la cuestión de la infraestructura tecnológica: involucra factores de índole social, cultural y política.

La incorporación masiva y el uso intensivo de TIC dentro de las organizaciones estatales es una condición necesaria para potenciar la innovación en políticas públicas. Sin embargo, es insuficiente si se carece de la direccionalidad estratégica provista y articulada por directivos públicos idóneos y profesionales, cuya incidencia es crítica. El rol que han cumplido las burocracias profesionales ha sido fundamental para la implementación exitosa de este tipo de herramientas.

Ahora bien, ¿cuán preparadas y formadas se encuentran las burocracias públicas de nuestro país para afrontar de manera exitosa los nuevos desafíos que vienen de la mano de estos cambios?

Para configurar un Estado dinámico y flexible con un diseño organizacional que se oriente no solo a cumplir con los procedimientos sino también a obtener mayores y mejores resultados, es indispensable contar con una política de gestión integral de los recursos humanos. Esta debe contemplar de manera consistente los formatos de reclutamiento, capacitación y remuneración tanto de los burócratas como de los directivos públicos de carrera. Los empleados públicos, con sus saberes y habilidades, no solo constituyen la memoria institucional de las burocracias estatales sino que también son un factor decisivo para la continuidad y la mejora de aquellas políticas públicas que impactan en la calidad de vida de todos los habitantes.

¿Cómo podemos avanzar en esta dirección? ¿Qué tenemos que hacer para repensar el rol del empleo público y la función de los directivos públicos en forma estratégica? Dos elementos son claves en este sentido: el reordenamiento de las normas que organizan el trabajo estatal y la profesionalización de las burocracias estatales.

En cuanto a lo primero, es primordial consolidar en forma coherente y sistematizada el voluminoso y heterogéneo sistema de “reglas de juego” que orientan la gestión de los servidores públicos en los diferentes organismos estatales. Hoy coexisten más de 50 regíme­nes laborales diferentes solo para el sector público nacional. Estos regulan de manera específica los criterios de ingreso, carrera y compensaciones en los 22 ministerios, los 82 organismos descentralizados, las 56 empresas públicas y las 61 Universidades que involucran a más de 270.000 profesionales y trabajadores estatales.

Homogeneizar las normas que rigen el empleo público supone concebir una gestión integral de los recursos humanos, enfocada en su calidad. Un régimen de empleo público nacional con un sistema de reglas ordenado y coherente será un buen faro para orientar las reformas posteriores en las 24 administraciones provinciales y los más de 2250 municipios y gobiernos locales. Desde esta perspectiva, también se modifica el eje de una discusión de larga data: no solo es necesario preocuparse por cuántos sino también por quiénes ingresan y cómo desarrollan sus tareas dentro del Estado.

En segundo lugar, las modalidades de reclutamiento y ascenso de los trabajadores estatales no responden hoy a criterios de mérito y calificación profesional, debido a la virtual inexistencia de concursos de selección.  Esto es especialmente relevante en relación a los directivos públicos, es decir, aquellos funcionarios de carrera que operan como “vasos comunicantes” entre las autoridades políticas y la burocracia.

La importancia de los directivos es crítica en tanto cumplen funciones clave como el asesoramiento en la formulación de políticas públicas y de entrega de servicios al conjunto de funcionarios de primera línea: los ministros y secretarios de Estado. En definitiva, son los responsables de gestionar estratégica y operativamente una organización estatal.

En la actualidad el 99% de los más de 3200 directivos públicos regulados por el sistema nacional de empleo público –   coordinadores, directores generales y nacionales – se encuentran designados bajo la modalidad de “asignación transitoria de funciones superiores”. Este formato permite exceptuar los procesos de concurso y los requisitos mínimos exigidos por la norma para el acceso a estos cargos jerárquicos. Predominan de manera excluyente los criterios de discrecionalidad.

Esta modalidad de designación es un instrumento legal para dotar a los ministros y secretarios de mayor flexibilidad y control sobre los agentes estatales con funciones ejecutivas. De todos modos, su uso intensivo desde principios del año 2002 hasta la actualidad ha derivado en la construcción de un espacio directivo donde el perfil de los funcionarios públicos se define exclusivamente en función de las prioridades de la autoridad política de turno. Con frecuencia, estas están fuertemente influenciadas por la coyuntura y objetivos de corto plazo.

Desde el retorno a la democracia, el caso argentino evidencia la alternancia de iniciativas de reforma que han buscado instalar modelos de Alta Dirección Pública con distintos énfasis. A diferencia de otras experiencias más recientes en la región, como las de Chile y Perú, en nuestro país los diferentes impulsos de reforma han quedado debilitados, inconclusos o detenidos en el tiempo más allá de contar con diseños innovadores y precursores para la época. Tal es el caso del Sistema Nacional de Profesionalización Administrativa (SINAPA) o del Cuerpo de Administradores Gubernamentales (AG).

Promover el desarrollo del capital gerencial público profesional e idóneo desde una perspectiva integral para fortalecer las capacidades estatales exige -de manera indefectible- institucionalizar en forma progresiva el espacio directivo. Esto solo será viable si se generan apoyos y acuerdos entre los principales actores gremiales y políticos involucrados, y se atiende el ciclo gerencial de manera completa e integral. Por ello, también será necesario reducir los tiempos de los procesos de formación y rediseñar los formatos de capacitación, incorporando además incentivos simbólicos como parte de una estrategia de política remunerativa especial.

El desafío para la Argentina hoy es lograr un Estado que ofrezca bienes y servicios públicos esenciales de calidad que permiten satisfacer las necesidades cada vez más heterogéneas de la población, de una manera equitativa y eficaz. Para ello, las administraciones públicas diseñadas sobre la base de burocracias profesionales y directivos públicos idóneos, cumplen un rol estratégico. Repensar la forma en que se organizan y forman los recursos humanos, y en particular cómo se delimita y configura el espacio directivo, es la llave a las políticas públicas de calidad.

El largo plazo cursa hoy

La educación es la clave para alcanzar una sociedad más justa. Una educación de calidad y para todos es el primer paso para que las personas se puedan formar y desarrollar como ciudadanos plenos.

Nuestro sistema educativo presenta hoy dos grandes deudas en términos de cumplimiento de derechos educativos, uno a cada extremo de la educación básica: el nivel inicial y la secundaria.

En el nivel inicial, que se enfoca en los primeros 5 años de vida, hay una deuda en las posibilidades que tienen los niños de acceder y en la calidad de la educación que se les ofrece según dónde viven, su nivel socioeconómico y su edad. Los más pobres, las poblaciones rurales y los más pequeños son los más perjudicados. Las disparidades socioeconómicas se reflejan, por ejemplo, en el déficit de cobertura estatal para niños de 1 año: entre los pocos que asisten, el 68% lo hace en establecimientos privados. En términos territoriales, la asistencia a centros de crianza, enseñanza y cuidado para niños entre 0 y 4 años era del 61,7% en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires pero de solamente el 15,5% en el noroeste del país. Estas disparidades jurisdiccionales son, además, una primera capa a la que se suma el carácter urbano, periurbano o rural del territorio.

Sabemos que lo que sucede en los primeros años tiene un efecto sobre las oportunidades que ese niño tendrá a lo largo de su vida. Estos años deben ser prioritarios y objeto de una política integral que reconozca que cuidado, enseñanza y crianza (CEC) son aspectos inseparables e igualmente importantes en esta etapa.

En principio, es fundamental aumentar y mejorar la oferta para niños de los 45 días hasta los 5 años. Además, es necesario integrar los registros de información existentes en un Sistema Único de Información que permita una mayor coordinación intersectorial, crear Estándares Curriculares Comunes que guíen el desarrollo de las prácticas en los diversos espacios que atienden a la primera infancia y fortalecer el rol de los supervisores, que son quienes tienen la capacidad de acompañar a las instituciones. En cuanto a los profesionales a cargo de las tareas CEC, debemos mejorar los procesos de formación y acreditación así como asegurar condiciones adecuadas para que realicen su trabajo.

El nivel secundario es hoy el último nivel educativo por el que transita la gran mayoría de los jóvenes de nuestro país: 85% de quienes están en edad de asistir lo hacen. A pesar del potencial transformador de las trayectorias juveniles que esto le otorga, enfrenta serios problemas a la hora de atraer, retener y graduar a todos los jóvenes con aprendizajes de calidad. Las cifras de abandono, por ejemplo, se disparan cuando los alumnos ingresan en el nivel secundario: mientras que en el nivel primario la tasa de abandono no llega al 1%, entre los grados 7 y 9 (correspondientes a la secundaria básica) asciende a 8,2%, y alcanza el 13,6% entre los grados 10 y 12 (datos de 2014-15). A los 17 años, el 28% ha abandonado el nivel.

Los datos son aún más preocupantes cuando ponemos la lupa sobre el aprendizaje. En las evaluaciones Aprender 2017, que solamente evaluó a los jóvenes que lograron llegar al último año del nivel secundario, el 17,9% no alcanzó niveles de desempeño básicos en Lengua, y 41,3% no lo logró en el caso de Matemática. Esto es especialmente preocupante ante un escenario donde 88% de los alumnos proyectan continuar estudiando o trabajar al finalizar la escuela secundaria.

El Estado del futuro debería convertir a este nivel en una institución social que pueda equipar a todos los jóvenes con las herramientas para desarrollar sus proyectos de vida con autonomía e inclusión social, comenzando por el desempeño exitoso en ámbitos de inserción post-escolares.  Para eso, la secundaria debe tener una propuesta educativa transformadora, más cercana a los intereses y preocupaciones de los alumnos, centrada en el acompañamiento y sostén de sus trayectorias y en el apoyo a la confección de proyectos de vida.

Esta búsqueda requiere que haya condiciones para construir y ejecutar proyectos pedagógicos en equipo y para ello, que la designación de los docentes sea por cargo y no por hora. Por otra parte, requiere que el currículum sea integrado, actual y flexible, que los docentes y las instituciones dispongan de financiamiento para proyectos pedagógicos que sean significativos para los alumnos, y que el régimen académico habilite un abanico más diverso de formas y tiempos de progresar en el nivel, compatible con la diversidad de realidades juveniles que lo transitan.

Estas propuestas deben articularse con otras tres cuestiones más estructurales que atraviesan todo nuestro sistema educativo. Garantizar el cumplimiento de los derechos educativos requiere de un Estado que otorgue prestigio a la docencia, ofrezca niveles de financiamiento adecuados y equitativos a nivel federal, y que promueva una fuerte articulación entre la información, la investigación y la innovación educativa.

En primer lugar, es urgente avanzar en una profunda revisión de la carrera docente. Estos cambios deben articular las trayectorias profesionales de los docentes con la búsqueda de mejores aprendizajes: no puede haber una sin la otra. En la práctica, esto implica mejorar las condiciones salariales, pero también la organización de la carrera profesional. Es necesario incluir una trayectoria horizontal, que admita la posibilidad de que docentes comprometidos y entusiasmados por la enseñanza en el aula, no se vean obligados a dejarla y convertirse en directivos como única forma de ascender. La formación docente debe diferenciar entre los saberes necesarios para ejercer como docente o director.

En segundo lugar, el financiamiento de la educación debe ser más justo a nivel federal. En la actualidad, las provincias presentan amplias desigualdades: las diferencias entre ellas se ven en los salarios, el gasto por alumno y esfuerzo presupuestario en educación que hace cada una. La brecha entre el salario en la provincia que paga mayores salarios a sus docentes (Santa Cruz) y la que paga menores valores (Santiago del Estero) es de 2,2 veces. El esfuerzo educativo también varía entre las provincias: mientras que Buenos Aires destina 36% de su presupuesto a educación (es la que mayor proporción aboca al sector), Santiago del Estero destina el 20%.

En tercer lugar, la mejora de nuestro sistema educativo exige reformar las políticas de información e investigación. Se necesita de un Estado capaz de conducir procesos de investigación aplicada de manera articulada entre las agencias de ciencia y técnica, las universidades, el tercer sector y las empresas. Necesitamos contar con información más oportuna y detallada (que permita el seguimiento de trayectorias educativas individuales), pero también con ministerios y organizaciones capaces de interpretar esa información con fines diagnósticos y propositivos, y de alimentar procesos de innovación capaces de transformar la realidad educativa de nuestro país. Un Estado diseñando políticas educativas sin evidencias robustas que las respalden es un Estado que actúa a ciegas.

Estas políticas prioritarias son los pilares para construir un sistema educativo que genere más igualdad y aporte a la construcción de una sociedad más justa. Implementar cada una de estas políticas tiene líneas de acción particulares, pero necesita partir de una perspectiva más amplia con un fuerte sentido de justicia educativa. Solo una mirada de largo plazo que se apoye sobre un diálogo constructivo y un uso riguroso de la evidencia permitirá integrar un proyecto educativo con uno de sociedad, para lograr una democracia fuerte y una sociedad más equitativa.