Publicado en junio de 2023
Hay fechas en el calendario anual que pueden ir ganando peso con el correr de los años. El 5 de junio es una de ellas. Y se podría decir que lo hace en dos sentidos: el cuidado del ambiente es una asignatura que cala cada vez más hondo en el imaginario de la ciudadanía a nivel global. Al mismo tiempo, el peso que gana el Día Mundial del Ambiente se debe a que esa toma de conciencia aún está lejos de traducirse en acciones de la magnitud a la que obliga una situación cada vez más apremiante. Y la realidad marca que ese ambiente que nos rodea no goza de buena salud. La elevada huella de carbono en las ciudades, los impactos en la salud y la economía por el cambio climático y la insostenibilidad urbana, producto de la segregación territorial y la expansión a baja densidad, desde hace décadas son sólo algunas de las relaciones causa-efecto que es necesario revertir.
El presente nos reclama una revisión profunda de nuestra relación con el ambiente y del rol de las ciudades en esta encrucijada, a fin de ver de qué modo mejorar la calidad de vida en nuestras ciudades: qué papel tienen ellas en la sostenibilidad ambiental, cuánta energía consumen y para qué se utiliza, cuáles son los impactos ambientales, por qué hace tanto calor en verano al interior de sus márgenes o por qué es relevante la coordinación metropolitana.
Las ciudades se constituyen como la primera línea, tanto en términos de responsabilidad como en oportunidades de acción. Por un lado, en las ciudades se generan dos terceras partes de los gases de efecto invernadero (GEI), que en su mayor parte provienen del sector energético. Esta situación no sólo causa una aceleración del cambio climático, sino que también reduce sustancialmente la calidad del aire urbano, lo que en definitiva empeora la calidad de vida urbana.
La OMS sostiene que, hoy en día, la mayor parte de la población mundial respira aire contaminado. Y el origen de la energía que las ciudades consumen explica cuán contaminantes son. Una suerte de ‘dime de dónde proviene tu energía y te diré qué tan sostenible eres’. En el caso de Argentina, la matriz energética es altamente contaminante y dependiente de combustibles fósiles. Según la Secretaría de Energía de la Nación, en 2019, esta fuente de energía representó el 87,5% de la matriz, con una fuerte participación del gas natural (58,4%) y de los combustibles líquidos (27,7%). Las fuentes que no dependen de combustibles fósiles son: hidroeléctrica (5,3%), nuclear (2,3%), renovables (4,9%), lo que incluye solar y eólica con 0,3%, biocombustibles con 1,9% y otras como biomasa con 2,7%.
A su vez, el sector energético es responsable del 53% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) generados a nivel nacional. Argentina, mediante la sanción de la ley 27.191 en 2015, se comprometió a aumentar la participación de las energías renovables, estableciendo el objetivo de lograr una contribución de las mismas de un 20% del consumo de energía eléctrica a nivel nacional para 2025. Sin embargo, a fines del 2022 las energías renovables representaron apenas el 13,9% de la demanda de energía eléctrica, según informó el Ministerio de Economía. En otras palabras, hay un desfasaje con respecto a los compromisos asumidos en materia energética que evidencia una falta de priorización de la agenda de gobierno.
A su vez, las ciudades también están en la primera línea de los impactos que trae asociado el cambio climático. Los eventos climáticos extremos y sus impactos son cada vez más frecuentes, intensos y duraderos, lo que vuelve fundamental la adaptación en las ciudades ante una nueva realidad climática. Uno de estos eventos climáticos es el calor extremo, que se manifiesta particularmente en las ciudades, y que se agrava por la pérdida de vegetación asociada a la expansión urbana a baja densidad. Los impactos que el calor urbano excesivo tiene en el funcionamiento de las ciudades son múltiples: afecta a la economía local, ya que reduce la productividad laboral y el comercio de cercanía; impacta en la infraestructura que provee servicios básicos: transporte, agua y electricidad; y en la salud, ya que aumenta –y mucho– la mortalidad prematura y otras enfermedades asociadas, como el dengue. Aún más, los riesgos en la salud que generan las olas de calor se potencian por la falta de percepción sobre su peligrosidad: en 2013 murieron 6 veces más personas en la Ciudad de Buenos Aires por la ola de calor que a raíz de la peor inundación de la historia reciente en La Plata (544 debido al primer fenómeno y 89 debido al segundo). Si se consideran todas las áreas afectadas en el país por la ola de calor, la relación es 21 a 1 (1877 versus 89). Lo más preocupante es que gran parte de estas muertes son silenciosas y pasan desapercibidas, ya que la mayoría de las personas fallecidas son adultos mayores y personas con enfermedades cardíacas, mentales y renales preexistentes, es decir, aquellas personas con preponderancia a padecer más el calor. Sin embargo, cuidado, a no confundirse. Acá no hay “causas naturales”; se llama liso y llano calor extremo.
El límite no puede ser obstáculo: coordinación entre las ciudades para una mayor eficiencia y sostenibilidad
A la larga lista de desafíos ambientales se le suma uno de naturaleza política: el de la coordinación interjurisdiccional. Ocurre que todos estos retos y sus impactos trascienden las fronteras administrativas. Las olas de calor no saben de límites jurisdiccionales, del mismo modo que el virus de COVID-19 no se mueve dentro de los límites distritales y el mosquito del dengue no se fija si están de un lado o del otro de la avenida que divide dos municipios. La baja calidad del aire, el excesivo consumo de suelo urbano, la gestión de cuencas hídricas son otros ejemplos que se suman a esa lista.
Además, debemos considerar la cuestión de la escala de la infraestructura metropolitana que se desarrolla para lidiar con ciertas circunstancias o atacar ciertos problemas. Con frecuencia, ella requiere de un volumen o tamaño mínimo para que su funcionamiento sea eficiente y sostenible. Se trate de una instalación de separación de residuos, una planta tratamiento de efluentes o un centro de logística, si sólo asiste a un municipio su operación se vuelve inviable a menos que varios municipios trabajan de forma articulada. La coordinación metropolitana no sólo beneficia la calidad ambiental urbana, sino que promueve la eficiencia en el uso de recursos económicos, muchas veces escasos a nivel municipal.
Ahora bien, ¿cómo se atienden y resuelven estos desafíos, complejos y a la vez interconectados? Con estrategias y planes a largo plazo, que pueden ser sectoriales pero deben ser coherentes entre sí, y contar con el atributo de ser políticamente factibles y técnicamente implementables. ¿Por dónde se empieza? Pues por la causa principal. Hay que empezar por las ciudades, ya que son las grandes consumidoras de energía y, al mismo tiempo, generadoras de GEI. Es imperativo impulsar acciones orientadas a la reducción de la huella de carbono. Eso supone promover la generación eléctrica fotovoltaica de manera descentralizada; migrar la flota de transporte público a motores híbridos o eléctricos, adecuar los códigos urbanísticos y de edificación para mejorar la eficiencia térmica y de consumo de agua y electricidad. Tal como marcamos anteriormente, con respecto a la matriz energética, su descarbonización es indispensable. Eso implica reducir sustancialmente el uso de combustibles muy contaminantes como petróleo, en favor de fuentes renovables como solar fotovoltaica, solar térmica, eólica y biomasa.
El otro gran capítulo es el de la adaptación a esta nueva realidad climática. Empezando por reconocer que el clima ha cambiado –y lo seguirá haciendo– para luego mejorar la preparación frente a los eventos climáticos extremos, con el objetivo de reducir los impactos que estos generan. Se puede empezar por sensibilizar a la población sobre la peligrosidad del calor, capacitar a los funcionarios técnicos sobre extremos climáticos, promover la adecuación de normativa local e impulsar un diseño urbano resiliente priorizando la infraestructura verde.
El Día Mundial del Ambiente nos insta a tomar acciones concretas hacia ciudades más sostenibles. Cada acción, desde la reducción de la huella de carbono hasta la transición a energías renovables, mejora la calidad ambiental y colabora en la construcción de un futuro saludable y próspero. En este marco, la coordinación metropolitana se presenta como una instancia obligada, así como una oportunidad: por medio de la colaboración intermunicipal los esfuerzos asocian, generamos sinergias y aprovechamos economías de escala para soluciones eficientes y sostenibles.
El camino hacia la sostenibilidad en ciudades es tan desafiante como irrenunciable. Y cada paso cuenta. Avanzar hacia una matriz energética limpia, invertir en tecnologías sostenibles y fomentar prácticas responsables construye un futuro prometedor. Transformemos nuestras ciudades en entornos vibrantes, equitativos y sostenibles, priorizando la calidad de vida. La magnitud del desafío no puede inmovilizarnos; de lo contrario pagaríamos un costo demasiado elevado en términos de vidas humanas y de impacto económico. Cada acción, por pequeña que sea, marca la diferencia en nuestra convivencia armoniosa con el ambiente. Con determinación, podemos impulsar un futuro prometedor para nuestras ciudades y nuestro planeta.